PROYECTO NACIONAL
Un aporte a nuestra cultura histórica y "quizás" una probable solución a los problemas que vive la Argentina.

 

SEGUNDA PARTE

EL MODELO ARGENTINO

DESARROLLO

CAPÍTULO 2

EL HOMBRE, LA FAMILIA, LA SOCIEDAD Y LA CULTURA

El Hombre Argentino

He afirmado repetidamente que el hombre es principio y fin de la comunidad organizada. Es por ello que nuestro propósito de constituir y consolidar una comunidad nacional no puede eludir
una básica y primaria definición: ¿qué debemos pedirle a nuestro hombre argentino para realizar la inaplazable tarea que le espera? ¿sobre qué valores y principios asentará su existencia en orden a
realizarse como ciudadano en un país grande y libre?

No tengo la inmodestia de intentar perfilar un arquetipo eterno e inmutable de argentino; sólo quiero aproximarme conmovido a algo de lo que todo hombre lleva de permanente, como huellas
secretas de la mano de Dios.

Nuestra filosofía justicialista ha insistido en los valores y principios permanentes como fundamento espiritual insoslayable. En esa medida admite que el hombre argentino debe encarnar caracteres que son comunes a todos los hombres que mantengan inconmovible su dignidad.

Requiere del hombre de nuestra tierra lo que debe integrar la esencia de cualquier hombre de bien: autenticidad, creatividad y responsabilidad. Pero sólo una existencia impregnada de espiritualidad en plena posesión de su conciencia moral puede asumir estos principios, que son el fundamento único de la más alta libertad humana, sin la cual el hombre pierde su condición de tal.

En un primer enfoque, podría parecer que si ser plenamente argentino consiste en la asunción de los principios universales mencionados. no hay diferencia entre lo que requiérese de nuestro hombre y lo que debería requerirse de un ciudadano de cualquier latitud del mundo. En tal sentido el  objetivo "argentino" sería un rótulo prescindible. No faltarán quienes elaboren este argumento; serán los mismos que han sostenido, durante muchos años, que el argentino no existe como sujeto histórico autónomo, que no es más que una suerte de prolongación, agónica y desconcertada, del hombre europeo, o una híbrida fusión de múltiples fuentes.

Olvidarán lo más importante: el hombre no es un ser angélico y abstracto. En la constitución de su esencia está implícita su situación, su conexión con una tierra determinada, su inserción en un proceso histórico concreto. Ser argentino significa también esto: saber, o al menos intuir, que ser lúcido y activo habitante de su peculiar situación histórica, forma parte de la plena realización de su existencia. Es decir, habitante de su hogar, de la Argentina, su patria.

Por lo tanto, lo que realmente distingue al argentino del europeo o del africano es su radical correspondencia con una determinada situación geopolítica, su íntimo compromiso moral con el destino de la tierra que lo alberga, y su ineludible referencia a una historia especifica que perfila lentamente la identidad del pueblo.

Su pertenencia a esta historia y no a otra, su habitar en esta situación y no en otra, su apertura a un destino irreductiblemente propio, basta para que aquellos principios esenciales que todo hombre atesora se concreten de una manera única e irrepetible configurando la esencia del hombre argentino y conquistando para él un tiempo singular y definitivo en la historia del mundo.

Si en esto consiste la esencia de nuestro hombre, mi humilde pedido se reduce a solicitar a cada argentino que actualice en profundidad su adherencia a esta tierra, que recuerde que sobre su compromiso y su autenticidad brotarán las semillas de una Patria Justa, Libre y Soberana.

La Familia y la Sociedad

Pese a los embates de una creciente anarquía de los valores esenciales del hombre y de la sociedad que parece brotar en diferentes partes del mundo, la familia seguirá siendo, en la comunidad nacional por la que debemos luchar, el núcleo primario, la célula social básica cuya integridad debe ser celosamente resguardada.

Aunque parezca prescindible reafirmarlo, el matrimonio es la única base posible de constitución y funcionamiento equilibrado y perdurable de la familia.

La indispensable legalidad conforme a las leyes nacionales no puede convertirse en requisito único de armonía. Es preciso que nuestros hombres y mujeres emprendan la constitución del matrimonio con una insobornable autenticidad, que consiste en comprenderlo no como un mero contrato jurídico, sino como una unión de carácter trascendente.

Si esto es así, nuestros ciudadanos no deben asumir la responsabilidad del matrimonio si no intuyen en profundidad su carácter de misión.

Misión que no sólo consiste en prolongar la vida en esta tierra, sino en proyectarse hacia la comunidad en cuyo seno se desenvuelve. Esto implica comprender que, como toda misión radicalmente verdadera, supera incesantemente el ámbito individual para insertar a la familia argentina en una dimensión social y espiritual que deberá justificarla ante la historia de nuestra patria.

Tomando en cuenta estos aspectos, es conveniente reafirmar la naturaleza de los vínculos que deben unir a los miembros de la familia.

La unidad de ideales profundiza al matrimonio, le confiere dignidad ética, contribuye a robustecer en el hombre y la mujer la conciencia de la gravedad de su misión, de su nítida responsabilidad tanto individual como social, histórica y espiritual.

No cabe duda que no siempre existe la posibilidad de comprender espontáneamente lo que he caracterizado como misión.
No es posible prescindir, por lo tanto, de un adecuado proceso formativo que debe definirse crecientemente, y cuya finalidad consiste no sólo en sentar las bases para una unión duradera, sino en gestar en la pareja la comprensión radical del sentido ultimo del matrimonio. Este sentido, entendido como misión, se concentra, ya lo he dicho, en una radical dimensión espiritual y en su verdadera resonancia histórico-social.

Para que la familia argentina desempeñe su rol social necesario, sus integrantes deberán tener en cuenta algunos principios elementales en sus relaciones. Así, estimo que el vínculo entre padres e hijos debe regirse sobre la base de la patria potestad, no entendida como un símbolo de dominio, sino como un principio de orientación fundado en el amor.

El niño necesita de la protección paterna para ayudarlo a identificar su función social y para ello es lógico que los padres deben usar la gravitación natural que tienen sobre sus hijos.

Por ese camino contribuirán a consolidar la escala de valores que asegurará para el futuro, que de ese niño surja el ciudadano que necesita nuestra comunidad, en lugar de un sujeto indiferente y ajeno a los problemas de su país.

Es la solidaridad interna del grupo familiar la que enseña al niño que amar es dar, siendo ese el punto de partida para que el ciudadano aprenda a dar de sí todo lo que sea posible en bien de la comunidad.

En esto, la mujer argentina tiene reservado un papel fundamental. Es ella, con su enorme capacidad de afecto, la que debe continuar asumiendo la enorme responsabilidad de ser el centro anímico de la familia.

Independientemente de ello, nuestra aspiración permanente será que en la sociedad argentina cada familia tenga derecho a una vida digna, que le asegure todas la prestaciones vitales. Entonces,
habrá que fijar el nivel mínimo de esas prestaciones, para que ninguna familia se encuentre por debajo de él en la democracia social que deseamos.

El Estado tiene la obligación especial de adoptar medidas decisivas de protección de la familia y no puede eludir ese mandato bajo ningún concepto. Olvidar esa exigencia llevaría a la comunidad a sembrar dentro de ella las semillas que habrán de destruirla.

No olvidemos que la familia es, en última instancia, el tránsito espiritual imprescindible entre lo individual y lo comunitario. Una doble permeabilidad se verifica entre familia y comunidad nacional; por una parte, ésta inserta sus valores e ideales en el seno familiar; por otra, la familia difunde en la comunidad una corriente de amor que es el fundamento imprescindible de la justicia
social.

Quiero realizar, en fin, una invocación sincera a la familia argentina.

Asistimos, en nuestro tiempo, a un desolador proceso: la disolución progresiva de los lazos espirituales entre los hombres. Este catastrófico fenómeno debe su propulsión a la ideología egoísta
e individualista, según la cual toda realización es posible sólo como desarrollo interno de una personalidad clausurada y enfrentada con otras en la lucha por el poder y el placer.

Quienes asi piensan sólo han logrado aislar al hombre del hombre, a la familia de la Nación, a la Nación del mundo. Han puesto a unos contra otros en la competencia ambiciosa y la guerra
absurda.

Todo este proceso se funda en una falacia: la de creer que es posible la realización individual fuera del ámbito de la realización común.

Nosotros, los argentinos, debemos comprender que todo miembro —particular o grupal— de la sociedad que deseamos, logrará la consecución de sus aspiraciones en la medida en que alcancen también su plena realización las posibilidades del conjunto.

No puede concebirse a la familia como un núcleo desgajado de la comunidad, con fines ajenos y hasta contrarios a los que asume la Nación. Ello conduce a la atomización de un pueblo y al debilitamiento de sus energías espirituales que lo convierten en fácil presa de quienes lo amenazan con el sometimiento y la humillación.

A la luz. de lo expuesto acerca de la familia, nuestra sociedad sólo puede definirse como organizada.

Sabemos, por lo tanto, que la integración del hombre en esa sociedad presupone y concreta esa básica armonía que es principio rector en nuestra doctrina.

Será, además, eminentemente nacional y cristiana, tomando plena conciencia de que su dimensión nacional no sólo no es incompatible con una proyección universalista, sino que constituye un insoslayable requisito previo.

La sociedad que deseamos debe ser celosa de su propia dignidad, y esto sólo es posible si está dotada de una poderosa resonancia ética.

El grado ético alcanzado en la sociedad imprime el rumbo del progreso del pueblo, crea el orden y asegura el uso feliz de la libertad. La diferencia que media entre extraer provechosos resultados de una victoria social o anularla en el desorden, depende de la profundidad del fundamento moral.

La armonía y la organización de nuestra comunidad no conspirará contra su carácter dinámico y creativo. Organización no es sinónimo de cristalización. La sociedad que nuestro Modelo define no será en modo alguno estática. Debe movilizarse a través de un proceso permanente y creativo que implique que la versión definitiva de ese Modelo, sólo puede ser conformado por el cuerpo social en su conjunto.

La autonomía y madurez de nuestra sociedad deberá evidenciarse, en este caso, en su vocación de autorregulación y actualización constante. Y no me cabe duda de que los argentinos hemos ya iniciado el camino hacia la madurez social, pues tratamos de definir coincidencias básicas, sin las cuales se diluiría la posibilidad de actualizar nuestra comunidad.

Estas coincidencias sociales básicas no excluyen la discusión o aun el conflicto. Pero si partimos de una base común la discusión se encauza por el camino de la razón y no de la agresión disolvente.

Nuestra sociedad excluye terminantemente la posibilidad de fijar o repetir el pasado, pero debe guardar una relación comprensiva y constructiva con su tradición histórica, en la medida en que
ella encarne valores de vigencia permanente emanados del proceso creativo de un pueblo que desde tiempo atrás persigue denodadamente su identidad.

Es evidente que, en definitiva, los valores y principios que permanecerán como representativos de nuestro pueblo serán asumidos por la sociedad toda o por una mayoría significativa, relevante y estable, a través de las instituciones republicanas y democráticas que según nuestros principios constitucionales rigen y controlan la actividad social.

Por último, la libertad y la igualdad, expresadas en nuestra Carta Magna, conservarán plenamente su carácter de mandato inapelable y de incesante fuente de reflexión serena para todos los argentinos.

La Cultura

Si nuestra sociedad desea preservar su identidad en la etapa universalista que se avecina, deberá conformar y consolidar una arraigada cultura nacional. Resulta sumamente compleja la explicitación de las características que tal cultura debe atesorar; es evidente que no basta proclamar la necesidad de algo para que sea inteligible y realizable. Mucho se ha dicho sobre la cultura nacional, pero poco se ha especificado sobre su contenido.

Está claro que cuando se plantea la posibilidad de una cultura propia surge de inmediato la forzosa referencia a fuentes culturales exteriores. Ya se ha discutido la posibilidad de que la ideología y los valores culturales de las grandes potencias puedan constituir un abrevadero fértil para nuestra patria.

En la gestación histórica del hombre argentino confluyen distintas raíces, la europea por un lado, y los diferentes grupos étnicos americanos, por el otro. Esto es trivial por lo evidente, pero no son tan claras sus consecuencias.

Creo haberme referido con la suficiente extensión a la indudable especificidad del hombre argentino, que no consiste en una síntesis opaca sino en una nítida identidad, que resulta de su peculiar situación histórica y su adherencia al destino de su tierra.
¿Sucede lo mismo con su cultura? ¿O acaso la herencia europea ha sellado, definitivamente, la cultura argentina?

Pienso que en este caso es artificial establecer una distinción entre el hombre y la cultura que de él emana, pues la misma historicidad del hombre argentino impone una particular esencia a su cultura. Pero este carácter de  “propia" de la cultura Argentina se ha evidenciado más en la cultura popular que en la cultura académica, tal vez porque un intelectual puede separarse de su destino histórico por un esfuerzo de abstracción, pero el resto del pueblo no puede —ni quiere— renunciar a su historia y a los valores y principios que él mismo ha hecho germinar en su transcurso.

La cultura académica ha avanzado por senderos no claros. A la mencionada influencia de las grandes potencias debemos agregar el aporte poderoso de la herencia cultural europea. No tiene sentido negar este aporte en la gestación de nuestra cultura, pero  tampoco tiene sentido cristalizarse en él.

La historia grande de Latinoamérica, de la que formamos parte, exige a los argentinos que vuelvan ya los ojos a su patria, que dejen de solicitar servilmente la aprobación del europeo cada vez que se crea una obra de arte o se concibe una teoría. La prudencia debe guiar a nuestra cultura en este caso; se trata de guardar una inteligente distancia respecto de los dos extremos peligrosos en lo que se refiere a la conexión con la cultura europea: caer en un europeísmo libresco o en un chauvinismo ingenuo que elimina “por decreto" todo lo que venga de Europa en el terreno cultural.

Creo haber sido claro al rechazar de plano la primera posibilidad; respecto de la segunda, es necesario comprender que la cultura europea ha fundado principios y valores de real resonancia  espiritual a través de la ciencia, la filosofía y el arte. No podemos negar la riqueza de alguno de esos valores, frente al materialismo de las grandes potencias, ni podemos dejar de admitir que, en alguna medida, han contribuido —en tanto perfilen principios universales— a definir nuestros valores nacionales. Pero es hora de comprender que ya ha pasado el momento de la síntesis, y debemos —sin cercenar nuestra herencia— consolidar una cultura nacional firme y proyectada al porvenir. Europa insinúa ya, en su cultura, las evidencias del crepúsculo de su proyecto histórico.
Argentina comienza, por fin, a transitar el suyo.

La gestación de nuestra cultura nacional resultará de una herencia tanto europea como específicamente americana, pues no hay cultura que se constituya desde la nada, pero deberá tomar centralmente en cuenta los valores que emanan de la historia específica e irreductible de nuestra patria. Muchos de tales valores se han concretado en la cultura popular, que, como todo lo que proviene de la libre creación del pueblo, no puede menos que ser verdadera.

Dirigir nuestra mirada a esos valores intrínsicamente autóctonos, no significa tampoco precipitamos en un folklorismo chabacano, que nuestro pueblo no merece, sino lograr una integración creativa entre la cultura mal llamada "superior" y los principios más auténticos y profundos de esa inagotable vertiente creativa que es la cultura de un pueblo en búsqueda de su identidad y su destino.

Para alcanzar con optimismo la tarea de elaboración de una cultura nacional, es necesario tomar en consideración tres instrumentos poderosos: los medios de comunicación masivos, la educación en todos los niveles y la creatividad inmanente del pueblo.

Ya me he referido a los mecanismos de información de carácter masivo y sus riesgos. Me parece obvio insistir en la necesidad de que estén cada vez más al servicio de la verdad y no de la explotación comercial, de la formación y no del consumo, de la solidaridad social y no de la competencia egoísta. No debe olvidarse que la información nunca es aséptica, lleva consigo una interpretación y una valorización; puede ser usada como un instrumento para despenar una conciencia moral o para destruirla.

Unas breves palabras sobre la educación, que deberá ser objeto de fértiles discusiones por la comunidad argentina en pleno.

Si bien cada nivel de la educación presenta problemas específicos, el denominador común que debe enfatizar nuestro Modelo Argentino es el acceso cada vez mayor del pueblo a la formación educativa en todos sus grados. El Estado deberá implementar los mecanismos idóneos al máximo, creando las condiciones para concretar este propósito, que es una exigencia ineludible para lograr una plena armonía de nuestra comunidad organizada.

Creo que nadie puede, razonablemente, poner en duda que nuestro objetivo en el campo de la educación primaria debe articularse en torno a dos principios: creciente eliminación del analfabetismo en todas las regiones del país y establecimiento de las bases elementales de la formación física, psíquica y espiritual del niño.
Este segundo principio implica que ya en la infancia deben sentarse los fundamentos para la conformación de un ciudadano sano, con firmes convicciones éticas y morales, y con la íntima intuición de su compromiso integral con el pasado, el presente y el futuro de la Nación.

Esto debe incrementarse en la enseñanza media, donde es de importancia decisiva fortalecer la conciencia nacional, para lo cual el adolescente está, sin duda, preparado afectiva y psicológicamente.

En la enseñanza superior debe cumplirse la última etapa de la formación del hombre como sujeto moral e intelectual, pero también como ciudadano argentino. Es por eso que en ella hacen eclosión las carencias o los logros de los niveles previos. En ella también debe culminar un objetivo que tiene que impregnar lodos los niveles de la enseñanza: la inserción de las instituciones educativas en el seno de la comunidad organizada.

Repito casi textualmente lo que afirmé respecto de la familia:

no puede concebirse a la universidad como separada de la comunidad, y es inadmisible que proponga fines ajenos o contrarios a los que asume la Nación. No puede configurarse como una isla dentro de la comunidad, como fuente de interminables discusiones librescas.

No necesitamos teorizadores abstractos que confundan a un paisano argentino con un "mujik", sino intelectuales argentinos al servicio de la Reconstrucción y Liberación de su Patria. Pero por otra parte, el universitario que el país requiere debe tener una muy sólida formación académica, pues no basta utilizar la palabra "imperialismo" o "liberación" para instalarse en el nivel de exigencia intelectual que el camino de consolidación de la Argentina del futuro precisa.

Es por eso que convoco a los jóvenes universitarios a capacitarse seriamente para sumarse cada vez más a la lucha por la constitución de una cultura nacional, instrumento fundamental para completar nuestra definitiva autonomía y grandeza como Nación.

Para ello, deberán estar cerca del pueblo, que aporta el tercer elemento para la definición de la cultura nacional: su misteriosa creatividad que lo convierte —además— en testigo insobornable.
Testigo al que hay que escuchar con humildad, antes que intentar imponerle contenidos que él no reconoce como constitutivos de su ser y enraizados en la estructura íntima de su extensa patria grávida de futuro.